Por: Grazia Rabasa
Pacasmayo, un pintoresco pueblo costero en el norte de Perú, es tradicionalmente reconocido por sus hermosas playas y sus habitantes de buen corazón. Sin embargo, durante mi reciente visita a Pacasmayo, no sólo admiré su riqueza natural y sus vistas panorámicas, sino que participé en una experiencia verdaderamente transformadora. Como miembro de A Rocha Perú, mi misión en Pacasmayo fue capturar verdaderamente la esencia y misión de A Rocha Perú a través de mi cámara mientras participaba en las actividades del día a día del Proyecto Bosque Seco con las comunidades locales.
Al llegar, la emoción en el aire era palpable. El equipo de Rocha – Ciro y Andrea – me recibieron con sonrisas y brazos abiertos, compartiendo amablemente historias del querido pueblo de Pacasmayo y los desafíos que enfrenta. Nunca había experimentado tanta hospitalidad. ¡Niños, jóvenes y personas mayores me recibieron en sus hogares y generosamente me regalaron paltas, sandías, atunes y otras frutas peruanas de sus jardines! Esta fue una experiencia que llego como lección de humildad. Hoy, al recordar mi paso por Pacasmayo, pienso en lo que me dijo una de las mujeres mayores del pueblo cuando visité su casa. Ella dijo: “Niña, estas frutas son de mi jardín, es gratis para mí… Me encanta cuando la gente me visita… si pudiera, te daría más, pero esto es lo que la temporada me ha dado hasta ahora”.
Otro punto destacado de mi viaje fue visitar el hermoso bosque seco. Ciro, Andrea y yo nos levantamos temprano en la madrugada, alrededor de las 4 am, para experimentar el poderoso amanecer y capturar la majestuosidad de la naturaleza al despertar. Es sorprendente cómo algunos lugares tienen el poder de conmover y llevar a la introspección y despertar un propósito latente dentro de nosotros. Ese día, entre las siluetas de árboles centenarios, los susurros del viento y el canto de miles de pájaros, sentí una profunda comprensión de la importancia de ofrecer nuestro tiempo al mundo de forma voluntaria. El bosque seco, con sus árboles retorcidos y el ocasional susurro de criaturas invisibles, pintaba una historia de resistencia. Había sobrevivido a las peores adversidades climáticas y, sin embargo, su belleza era innegable. Pero más que su atractivo estético, fue un testimonio del tejido entrelazado de la vida que prospera a pesar de adversidad. Sin embargo, si bien era un espacio de resiliencia, también era un ecosistema al borde del abismo, vulnerable a la explotación y la negligencia humanas.
Mientras continuaba mi camino de regreso, sugerí que organizáramos una siembra. A Rocha Perú emprendió esta misión con la ayuda de jóvenes voluntarios de la Universidad de Trujillo. Al día siguiente, plantamos alrededor de 20 árboles de algarrobo que no sólo ayudaron a combatir la desertificación, sino que también ayudarán a restaurar el ecosistema local. Cada hoyo cavado y cada semilla plantada era un símbolo de esperanza. Todos asumieron la tarea con un entusiasmo entrañable, incluida una princesa de 5 años que ayudó a colocar suavemente cada árbol en la tierra.
De regreso a la carretera sugerí nuevamente hacer una campaña de concientización casa a casa. Para lo cual visitamos un pueblo y entregas una bolsa de basura y un mensaje sobre el cambio climáticos. Me conmovió la naturaleza receptiva de los vecinos. Usando un lenguaje simple y ejemplos identificables, discutimos cómo el calentamiento del planeta afecta todo, desde sus chacras locales hasta la salud de sus hijos. Muchos expresaron preocupación genuina y quisieron saber más sobre cómo podrían hacer una diferencia.
Cuando mi viaje en Pacasmayo llegó a su fin, me invadió una profunda sensación de gratitud. La experiencia había sido profundamente transformadora. Llegué a Pacasmayo como forastero, con la esperanza de lograr un cambio positivo. Pero al final, la comunidad me había aceptado como uno de los suyos, enseñándome lecciones invaluables sobre la resiliencia, la esperanza y el espíritu humano inquebrantable.